viernes, 26 de enero de 2007

Cuentito corto de café y un intento de homicidio



Entré de súbito, 5 minutos tarde y dije un hola chillón como siempre. Besé las mejillas pegajosas y sudadas de todos, con el cinismo de siempre. Lo besé a él también (imaginé feliz, el filo atravesando su esternón, bajo la polera blanca que llevaba). Me alegró que vistiera de blanco; capaz que al ver su propia sangre tibia, espesa, sobre la polera que recién estrenaba, lo infartaría.

Habíamos hablado de cómo sería. Y ninguna de las alternativas que me propusieron los baristas, los meseros y la chica gorda de la cocina funcionaría. Al menos todos acordaron el ajusticiamiento. Y yo me sentía la indicada. Total yo era la única con título profesional, me sabía el DSM IV al pie de la letra por lo que mi cohartada de locura temporal, brillaría en tribunales.

Cuando estábamos próximos al cierre, y las baldosas hedían cloro, le di un abrazo fuerte y le dije que le agradecía sus enseñanzas y que le deseaba lo mejor en su vida y que tuviera miles de hijos con su celulítica esposa de axilas peludas (obviamente no fui tan estúpida de decirlo textual).

Él se emocionó. Y fue ahí cuando él muy bastardo dejó salir una lágrima.

Al ver tan patético y fraudulento espectáculo el asco me superó y vomité en el baño de caballeros, que recién había aseado Pajarito.

Tuve que contenerme durante el resto de la noche de no quemarlo con los chocolates calientes, los cortados sin azúcar, aunque con el expresso que le preparé a don Clemente le quemé el pulgar derecho. Casi grito de felicidad al ver la ampolla sobre la superficie, lo que ya indicaba una quemadura de grado y tanto, y un éxito fortuito.

Yo nunca ví la sangre tan espesa y oscura hasta esa noche.

A lo mejor la borra de los granos de café manchó el filo o quizás mi mandil tenía restos de café. Lo que si recuerdo fue que cuando el señor carabinero cerró la puerta de la "zapatilla" (vehículos pequeños con ventanas enrejadas en donde nos transportan a los acusados de homicidio), Pajarito alzó su pulgar y me dijo ¡Bien!

Su sonrisa y la de los baristas, los meseros y la chica gorda de la cocina, fueron suficientes para mí. El crimen había resultado.

Sin embargo me acuerdo que dejé de sonreir, cuando bajo el mandil (delantal que cubre casi el 50% del cuerpo), vi una herida similar a la que le hice al conchesumadre.

Y la sangre tan espesa, caliente y perfecta, no era de él.
Sino, era la mía.


lunes, 22 de enero de 2007

...


Por un rato hace bien quedarse callado.
Sino, se atragantan las palabras.
Y se escupen groserías.
...
Año Nuevo ¿Vida Nueva?