Ver el fin

Siempre fue así el apodo: "Mi abuelito"...

Ni Jóse, ni Segundo, ni chamelo como le decían. Siempre con el "ito" al final. Así como siempre yo he sido pa-ti-ta para ellos dos. Él me conoció de chica y fue mi padrino de bautizo en la Catedral de Antofagasta y yo siempre me porté como su regalona. Y con toda la responsabilidad que eso conllevó.

Mi abuelito desde que tengo memoria se sentaba en la mesa del comedor gigante de la casa de los abuelitos y escribia a máquina papeles importantes en hojas amarillentas. Seco digitador y claro como él solo. Tenía un libro grande empastado por él mismo, donde anotaba cada uno de los gastos y compras que hacía. Anotaba nuestras mesadas. Porque a las 4 primas que crecimos juntas, desde que tengo uso de razón, cada fin de mes nos daba mesada (Reajustables cada año, según el ipc, las notas y la edad de c/u). Cuando salí de Octavo, me regaló un reloj precioso y me dijo que ya era una señorita. Cuando iba a Antofagasta a vernos pasaba metido en el Balneario Municipal todas las mañanas, y rojo como jaiva reía como niño chico, es que en el sur, en Nueva Imperial, no se veían estas cosas decía él.

No olvido verlo pasar en su bici roja hasta los 77 más o menos. Con ésa bici llegaba hasta El Parrón a comprar tortas. Me llevó a los 4, al Walt Disney School, sentada en la partecita de atrás, con mis botas de lluvia que él me compró.

Hubo un verano hace poco, en que salimos los tres solos: La Bueli, el abuelito y yo. Fue el verano del inicio de siglo. Caminaba a las siete de la mañana puntual por la orilla de la playa. Hasta Quintero llegaba a pie. Él habló con c/u de las personas que trabajaban en Loncura, y se aprendió todos los nombres. Un día, uno de los soldados raso que cuidaba el lugar osó piropearme ante los azules de él. Le dijo que yo era linda y educada y no era creída como las otras visitantes. Él les explicó con su sabiduría camuflada en shorts y zapatillas; que yo era "universitaria" y que por éso era distinta.

Fue el único de sus hermanos que se hizo carabinero. Fue el único que no entró a la U. Y el único con las pepas azul-cielo más lindas del mundo. Nunca fue muy letrado, pero sabía de todo. Sabía de trabajo y amor. Cuando me vine a Santiago este año, ya no fue lo de siempre.

La Clínica lo tenía sumido en una pena infinita y sólo sus conversaciones con Dios lo calmaban del dolor inmenso que los calmantes no evitaban.

Mala hora en que me miro al espejo y veo mis ojos azules y mi narizota heredados de tí.

Mala hora en que contesté el teléfono y me dijeron que ya no estabas con nosotros.

Mala hora escribir esto cuando las lágrimas me resbalan las teclas.

(Nos vemos en mi memoria amado abuelito José)